-¡Y yo le digo que me iré! -exclamé con vehemencia-. ¿Piensa que me es posible vivir a su lado sin ser nada para usted? ¿Cree que soy una autómata, una máquina sin sentimientos humanos? ¿Piensa que porque soy pobre y oscura carezco de alma y de corazón? ¡Se equivoca! ¡Tengo tanto corazón y tanta alma como usted! Y si Dios me hubiese dado belleza y riquezas, le sería a usted tan amargo separarse de mí como lo es a mí separarme de usted. Le hablo prescindiendo de convencionalismos, como si estuviésemos más allá de la tumba, ante Dios, y nos hallásemos en un plano de igualdad, ya que en espíritu lo somos.
-¡Lo somos! -repitió Rochester. Y tomándome en sus brazos me oprimió contra su pecho y unió sus labios a los míos-. ¡Sí, Jane!
-O tal vez no -repuse, tratando de soltarme-, porque usted va a casarse con una mujer con quien no simpatiza, a quien no puedo creer que ame. Yo rechazaría una unión así. Luego yo soy mejor que usted. ¡Déjeme marchar!
-¿Adónde, Jane? ¡A Irlanda!
-Sí, a Irlanda. Lo he pensado bien y ahora creo que debo irme.
-Quédese, Jane. No luche consigo misma como un ave que, en su desesperación, despedaza su propio plumaje.
-No soy un ave, sino un ser humano con voluntad personal, que ejercitaré alejándome de usted. Haciendo un esfuerzo, logré soltarme y permanecí en pie ante él.
-También su voluntad va a decidir de su destino -repuso-. Le ofrezco mi mano, mi corazón y cuanto poseo.
-Se burla usted, pero yo me río de su oferta.
-La pido, que viva siempre a mi lado, que sea mi mujer.
-Respecto a eso, ya tiene usted hecha su elección.
-Espere un poco, Jane. Está usted muy excitada. Una ráfaga de viento recorrió el sendero bordeado de laureles, agitó las ramas del castaño y se extinguió a lo lejos. No se percibía otro ruido que el canto del ruiseñor. Al oírlo, volví a llorar. Rochester, sentado, me contemplaba en silencio, con serenidad, grave y amablemente. Cuando habló al fin, dijo:
-Siéntese a mi lado, Jane, y expliquémonos.
-No volveré más a su lado.
-Jane, ¿no oye que deseo hacerla mi mujer? Es con usted con quien quiero casarme.
Callé, suponiendo que se burlaba.
-Venga, Jane.
-No. Su novia nos separa.
Se puso en pie y me alcanzó de un salto.
-Mi novia está aquí -dijo, atrayéndome hacia sí-: es mi igual y me gusta. ¿Quiere casarse conmigo, Jane?
No le contesté; luchaba para librarme de él. No le creía.
-¿Duda de mí, Jane?
-En absoluto.
-¿No tiene fe en mí?
-Ni una gota.
-Entonces, ¿me considera usted un bellaco? -dijo con vehemencia-. Usted se convencerá, incrédula. ¿Acaso amo a Blanche Ingram? No, y usted lo sabe. ¿Acaso me ama ella a mí? No, y me he preocupado de comprobarlo. He hecho llegar hasta ella el rumor de que mi fortuna no era ni la tercera parte de lo que se suponía, y luego me he presentado a Blanche y a su madre. Las dos me han acogido con frialdad. No puedo, ni debo, casarme con Blanche Ingram. A usted, tan rara, tan insignificante, tan vulgar, es a
quien quiero como a mi propia carne, y a quien ruego que me acepte por esposo.
-¿A mí? -exclamé, empezando a creerle, en vista de su apasionamiento y, sobre todo, de su ruda franqueza-. ¡A mí, que no tengo en el mundo otro amigo que usted, si es que usted se considera amigo mío, y que no poseo un chelín, no siendo los que usted me paga!
-A usted, Jane. Quiero que sea mía, únicamente mía. ¿Acepta? ¡Diga inmediatamente que sí!
-Mr. Rochester, déjeme mirarle la cara. Vuélvase de modo que le ilumine la luna.
-¿Para qué?
-Porque quiero leer en su rostro.
-Bien; ya está. Creo que mi rostro no le va a parecer más legible que una hoja tachada, pero en fin, lea lo que quiera, con tal de que sea pronto.
Su faz estaba muy agitada. Tenía las facciones contraídas y una extraña luz brillaba en sus ojos.
-¡Me tortura usted, Jane! -exclamó-. Por muy franca y bondadosa que sea su mirada, me escudriña de un modo...
-¿Cómo voy a torturarle? Si dice usted la verdad y su oferta es sincera, mis sentimientos no pueden ser otros que los de una gratitud infinita. ¿Cómo voy a torturarle con ella?
-¿Gratitud? Jane -ordenó, perentoriamente-, dígame así: «Edward, quiero casarme contigo.»
-¿Es posible que me quiera usted de verdad? ¿Qué se propone hacerme su mujer?
-Sí; se lo juro, si lo desea.
-Entonces, señor, sí quiero casarme con usted.
-Señor, no. Di Edward, mujercita mía.
-¡Oh, querido Edward!
-Ven, ven conmigo -y rozando mis mejillas con las suyas y hablándome al oído, murmuró-: Hazme feliz y yo te haré feliz a ti.
Jane Eyre, Charlotte Brontë