por Charles Warnke
Sal con una chica que no lee. Encuéntrala en medio de la mugre de un bar del bajo. Encuéntrala en medio del humo, de la transpiración de los borrachos y de las luces psicodélicas de un boliche de lujo. Donde sea que la encuentres, descúbrela sonriendo y asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le haya quitado la mirada. Encandílala hablándole de trivialidades; usa las típicas frases de conquista y ríete por dentro. Sácala a la calle cuando los bares y los boliches ya hayan cerrado; ignora la fatiga que sientes. Bésala bajo la lluvia y dejá que la luz tenue de un farol de la calle los ilumine, así como viste que pasa en las películas. Hazle un comentario sobre el poco significado que tiene todo eso. Llévatela a tu departamento y despáchala luego de hacerle el amor.
Deja que la especie de contrato que sin darte cuenta creaste con ella se convierta poco a poco, incómodamente, en una relación. Descubrí intereses y gustos comunes como las pastas o la música pop, y construí un muro impenetrable alrededor de todo eso. Hace del espacio común un bastión sagrado y regresa él cada vez que el aire se vuelva pesado o las veladas se estiren demasiado. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir contigo y déjala que decore la casa. Peléate con ella por cosas insignificantes como que la cortina de la ducha tiene que estar siempre cerrada para que no se llene de moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. Empieza a darte cuenta.
Llega a la conclusión de que probablemente tendrían que casarse porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. Invítala a cenar a un restaurante fashion y asegúrate de que tenga una linda vista. Pídele al mozo que le traiga la copa de champán con el anillo adentro. Apenas se de cuenta, proponedle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad que puedas juntar. No te preocupes si sentís que tu corazón está a punto de atravesarte el pecho; y si no sentís nada, tampoco te preocupes. Si hay aplausos, dejá que terminen. Si llora, sonreí como si nunca hubieras estado tan feliz; y si no lo hace, igual sonríe.
Deja que sigan pasando los años sin que te des cuenta. Ármate una carrera en vez de conseguir un trabajo. Cómprate una casa y ten dos lindos hijos. Trata de criarlos bien. Equivócate a menudo. Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho, pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas que hagas, ten la sensación de que nunca vas volver, o de que el viento puede llevarte. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solamente después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo vibrar tu corazón con una pasión que tuviera sentido; que nadie va a contar la historia de sus vidas, y que ella también va a morir arrepentida porque su capacidad de amar nunca generó nada.
Haz todas estas cosas, mierda, porque no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del mundo y la convierte en una necesidad alcanzable, en vez de algo maravilloso pero ajeno a ti. Una chica que lee hace alarde de un vocabulario que puede identificar lo espeso e inerte de la retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el desespero del que la ama demasiado. Un vocabulario, carajo, que hace de mi sofística vacía un truco berreta.
Hazlo porque la chica que lee entiende de sintaxis. La literatura le enseñó que los momentos de ternura llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra alguien cuyo amargo cinismo continuará, sin razón y sin propósito, después de que ella haya hecho sus valijas y pronunciado un adiós inseguro. Tiene claro que en su vida no voy a ser más que unos puntos suspensivos y no una etapa; y por eso sigue su camino, porque la sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien vivida.
Sal con una chica que no lee porque la que sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la piel. Tendrá paciencia en caso de que haya pausas o intermedios, e intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en ellos, pues ya se ha despedido de miles de héroes con apenas una pizca de tristeza.
No salgas con una chica que lee porque ella ha aprendido a contar historias. Tú, con tu Joyce, con tu Nabokov, con tu Woolf; tú en una biblioteca, o parada en la estación del metro, tal vez sentada en la mesa de un café, o mirando por la ventana de tu cuarto. Tú, la que me hizo la vida tan difícil. La lectora ha desenredado la madeja de su vida y la ha llenado de sentido. Insiste en que la narrativa de su historia es magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser todo lo que no soy. Pero yo soy débil y te voy a fallar porque tú soñaste, como corresponde, con alguien mejor que yo y no vas a aceptar la vida que te describí al inicio de este texto. No te vas a resignar a vivir sin pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser contada. Por eso, andate de acá, chica que lee; tomate el siguiente tren que te lleve al sur y llevate a tu Cortázar contigo. Te odio, de verdad te odio.